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Crónicas Madrileñas

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Samu

 

miércoles, enero 14, 2004

22:47 - VI

Ya ha pasado el ecuador de este contrato en Terra y empiezo a tener ganas de volver al mundo laboral estable, de poder implicarme en un proyecto. Porque esto de trabajar a 10 días vista no me permite comprometerme minimamente. En cualquier caso, lo primero que voy a hacer en cuanto acabe el contrato es zanjar el asunto de la renovación de la cocina de Alpedrete. A partir de ahí, la prioridad será el mundo laboral.
Es curioso las sorpresas pequeñas pero gratas que te da la vida. Este lunes volvía a casa tras la jornada laboral y me encontraba inmerso en el atasco de la tarde. No es un atasco muy grande (son unos 20 minutos de tráfico lento con paradas breves en una vía con dos carriles por sentido) pero resulta moderadamente desesperante para los no iniciados. Día neblinoso, ya oscurecido, rodeado de vehículos humeantes y ruidosos y cercado por enormes construcciones de dudosa estética... y de pronto una sorpresa: veo un movimiento inesperado y rápido en el limpiaparabrisas de mi coche. ¡Un ratoncillo! Lo veo salir de un lateral del capó del motor, junto a las rejillas de ventilación, husmeando el aire, con los bigotillos temblorosos. Recorre de izquierda a derecha la base del parabrisas con la cola muy tiesa, analizando el extraño ambiente que le rodea y vuelve a ocultarse por la derecha. Me quedo mudo de asombro (bueno, lo de mudo no se me nota porque iba solo), pero me pongo a buscar la cámara de fotos que suelo llevar siempre para inmortalizar el momento. Y en un momento estoy mirando al tráfico atascado, sujetando la cámara con una mano mientras trato de "cazar" al acompañante sorpresa. Pero no vuelve a aparecer... hasta el día siguiente, a la misma hora aproximadamente. ¡Y ahí si que puedo fotografiarlo! No se le ve de frente, no es una foto muy nítida, pero se aprecia su naturaleza. Creo que el diseño del vehículo incluye un hueco bajo el capó, aislado del motor, que se utiliza para guiar el agua que resbala desde el parabrisas hacia los laterales del mismo para ser evacuado. Y espero que mi pasajero no pueda pasar de ahí porque no me haría mucha gracia que se comiera alguna parte importante del motor... pero me ha hecho ilusión ver que la naturaleza sigue existiendo aun en entornos tan agresivos como este, tan aparentemente desnaturalizados. A ver si este finde aparco el coche en algún lugar agradable (desde un punto de vista ratonil) y lo saco de su alojamiento con mucho cariño.
En cualquier caso, todo esto me ha recordado otra historieta que nos sucedió este verano y en la cual el vehículo (el León) fue parte importante. Día de playa en Bolonia, entre Tarifa y Zahara de los Atunes en Cádiz. Una playa enorme, con grandes dunas de arena blanca y casi salvaje. El único acceso para vehículos se encuentra en un extremo de la misma y vamos equipados para un día típicamente playero: tumbonas, sombrillas, neverita llena de hielos y bebidas, algo para comer, toallas, cámara de fotos desechable y sumergible,... Aparcamos, sacamos todos los bártulos y tras cargarnos bien para hacer un solo viaje emprendemos el camino hacia el otro extremo, hacia la parte más tranquila de la playa. Arena preciosa y ardiente en un día muy caluroso... pero la hermosa playa y el sonido del mar nos hacen olvidar los casi 2000 metros de caminata hasta el destino. Plantamos las sombrillas, protegemos la nevera, extendemos las toallas, me quito la camiseta (iba descalzo desde el principio y ya tenia puesto el bañador), un poquito de crema protectora,... y de cabeza al agua. Estupenda temperatura, aguas limpias y claras, ninguna aglomeración: casi el paraíso. Pasa el día entre chapuzones, calor, viento (esa semana tocaba levante), bebidas frescas, algún picoteo, una expedición a lo alto de la duna más alta de la playa,... Y por la tarde (no muy tarde porque queríamos ver un pueblecito el interior antes de que oscureciera), recogida de bártulos y vuelta al coche. En esta ocasión a un ritmo más cansino: la arena seguía ardiendo igual que antes pero teníamos los cuerpos más castigados (al menos la nevera pesaba menos). Tras desandar los 2000 metros de playa, llegada al León: absolutamente sudorosos pero prestos a meternos al habitáculo infernal hasta que el climatizador rebajara la insoportable temperatura interior. Y empieza la emoción: busco la llave en la riñonera y no está...
Hago memoria y me doy cuenta súbitamente de la razón: al dejar el coche y cargarnos con los bártulos no tenia suficientes manos para sacar la riñonera y guardar la llave... ¡por lo que la metí en el bolsillo del traje de baño! Tremenda desazón cuando somos conscientes de la situación (y después de que alcanzan el convencimiento de que no es una broma de dudoso gusto por mi parte)... para calmar los ánimos les comento (con mucha seguridad aunque yo no estaba nada seguro) que en el peor de los casos tenía la llave de repuesto en la habitación del alojamiento, pero que iba a volver a la playa para tratar de localizar la extraviada antes de adoptar otras medidas. Entre consejos de no volver a buscar la llave aderezados con la certeza que tenían de que era imposible encontrarla (me decían que podía estar en cualquier punto de la playa dentro o fuera del agua) yo no podía dejar pasar la ínfima posibilidad de hallarla... Las dejo atrincheradas en una pequeña sombra con todos los trastos y emprendo el camino de vuelta hacia el otro extremo de la playa siguiendo la misma ruta de esa mañana. Mirada fija en el suelo, pasos cansinos, mente en blanco para no agobiarme con las implicaciones de la pérdida. Casi 20 minutos después llego al punto aproximado donde habíamos plantado toallas y sombrillas... ¡y veo la llave semienterrada por el viento! Intacta aunque con todos los resquicios llenos de arena. Alivio inmenso, sonrisa de oreja a oreja,... y llamo inmediatamente por teléfono para tranquilizar a los demás. Apenas nos entendemos por el ruido del viento, pero al principio creen que bromeo de nuevo... De vuelta al León, mucho más ligero, voy limpiando la llave de todos los granitos de arena, comprobando que no se había mojado, celebrando la decisión de confiar en la suerte. Y al llegar de nuevo, algarabía, saltos y mucho alivio. Arrancamos el motor y dejamos que el climatizador suavice la temperatura interior mientras comentamos alborozados la feliz conclusión de la jornada y, poco después, emprendemos la vuelta.
Al salir a la carretera general, una carretera comarcal típica: dos carriles, uno para cada sentido de circulación. Tráfico bastante intenso en ambos sentidos y nos ponemos detrás de un pequeño camión que transporta barriles de cerveza y refrescos para los grifos de los bares. Vamos unos 30 metro por detrás a 90 kmh cuando vemos con sorpresa como cae del camión un barril de los oscuros, metálicos, que alojan en su interior lo que luego se convierte en un refresco carbonatado en el vaso. El barril se estrella contra el asfalto y rebota mientras por mi cabeza pasan mil ideas: ¿volantazo a la izquierda? No, hay tráfico de frente. ¿Volantazo a la derecha? No, hay un terraplén justo al lado de la estrecha cuneta. ¿Frenazo? Quizá, pero no garantiza nada porque el barril viene hacia nosotros rebotando... Oigo un grito a mi lado, detrás noto una posición fetal de protección, toco ligeramente el freno,... y mientras, el barril impacta por segunda vez contra el asfalto, justo en el centro de nuestro carril. Pero ha adquirido un movimiento de rotación sobre si mismo y este segundo rebote hace que se eleve 3 o 4 metros por encima de la carretera... y lo veo claro: acelero y nos pasa por encima.
Mudos y lívidos vemos como el barril impacta por tercera vez en la cuneta, ya detrás de nosotros, y cae definitivamente en el terraplén. Delante de nosotros la camioneta se detiene al darse cuenta del problema pero nosotros pasamos de largo: no nos quedan ganas de polemizar al respecto. Además nadie ha resultado afectado.
El resto del día, afortunadamente, resultó mucho más tranquilo y previsible y tuvimos temas de conversación de sobra...
Por cierto, la llave de repuesto del León estaba en Araia, a más de 1.000 Km de distancia.


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